Modelos nacionales en crisis

Luis Miguel Rionda

México es un país que ha sabido transitar sin demasiados sobresaltos por varios modelos de desarrollo; desde aquel viejo patrón que mi generación conoció como el del “desarrollo estabilizador” (1954-1970), como fue bautizado por su principal ideólogo, don Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda de los presidentes López Mateos y Díaz Ordaz. Luego padecimos el populismo autoritario que se implantó en buena parte de América Latina y en muchos de los países “no alineados”. Esto fue durante los gobiernos de la “docena trágica” (Luis Echeverría y José López Portilo, 1970-1982). La irresponsabilidad y la frivolidad de los dos monarcas sexenales despilfarraron la nueva riqueza petrolera nacional, desperdiciando la mayor oportunidad que se ha tenido para salir de la pobreza.

A nivel mundial la crisis global del petróleo llevó al desastre económico, y facilitó en los años ochenta el arribo del thatcherismo y la reaganomics, que impusieron un capitalismo descarnado, con el armamentismo y la guerra económica como vías para derrotar al bloque soviético a fines de esa década.

En México, ese nuevo modelo de economía de mercado global fue etiquetado, de manera poco precisa, como el del “neoliberalismo”, que se ensayó durante el gobierno de Miguel de la Madrid, y se consolidó durante los de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo (1982-2000). El nuevo modelo abrió al país a la competencia económica y a su integración en los flujos comerciales y financieros de la globalización.

Los gobiernos del nuevo milenio, o de las alternancias, encabezados por Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña, mantuvieron en esencia el esquema de integración al bloque norteamericano, la apertura a las inversiones y la desestatización de la economía nacional. Se acumularon cinco lustros de una conducción sobria y conservadora de la materia económica, explicable en buena medida por la nueva autonomía de instituciones clave como el Banco de México, la Condusef, la CNBS y otras. La economía dejó de ser manejada “desde Los Pinos” (Echeverría dixit), y se puso en manos de profesionales con libertad de decisión.

La estabilidad lograda se tradujo en una lenta pero sostenida recuperación del crecimiento del Producto Interno Bruto, tanto el nacional como el per capita. Las generaciones nacidas a partir de los ochenta ya no conocieron las crisis de fin de sexenio, la inflación de dos dígitos, el mercado negro de productos de primera necesidad, el contrabando —la “fayuca”— presente en cualquier tianguis o mercado, el desempleo de dos dígitos, la pobreza extrema generalizada, y la ausencia de ahorro familiar y de programas de retiro no subsidiados por el erario.

Hoy, desde una nueva ideología oficialista, se pretende descalificar al modelo “neoliberal”, y sustituirlo por otro que todavía a la fecha no sabemos cómo identificar y caracterizar. Recién el presidente López Obrador lo bautizó como “humanismo mexicano”; pero para mí sería más apropiado etiquetarlo como “neopopulismo”. Parece consistir en el desprecio por la creación de riqueza, y la preferencia por la distribución de la misma. Un Estado que recupera su protagonismo económico, y refuerza sus monopolios en sectores clave como el energético. Ha regresado la política de los subsidios generalizados, como lo fueron los “precios de garantía” a ciertos productos, el control artificial de la inflación mediante subsidios al consumo —como los energéticos—; el clientelismo como práctica de control electoral; la educación pública y la cultura como vehículos de adoctrinamiento; el desprecio a la técnica y al conocimiento en favor de la lealtad a los liderazgos carismáticos; etcétera.

Temo que este cambio de modelo se ha impuesto como dogma de fe para la nueva mayoría que emergió de las elecciones de 2018. Pero esas elecciones no fueron un referendo sobre la mudanza de paradigma. Para ello se hubiese requerido de una profunda reforma del documento fundacional de la República: la Constitución. Ahí se hubiera impuesto un profundo y cuidadoso debate sobre un cambio de fondo, a la manera como todavía lo están ensayando los chilenos. Pero no ha sido así: la pomposa 4T se ha implantado mediante reformas legales de segundo nivel, sin la necesaria deliberación y consulta.

Estas imposiciones han lastimado a muchos, y es muy probable que el castillo de naipes se derribe a fuerza de votos, evidenciando sus bases endebles.

Por Juan Ma J