Tiempos oscuros

Luis Miguel Rionda
La autodenominada cuarta transformación ha acumulado siete años detentando el poder ejecutivo y la mayoría en el legislativo, ambos federales. A esto se suma su control sobre la Comisión Nacional de Derechos Humanos desde hace seis años, del INE desde hace dos años y siete meses, del INEGI desde hace casi cuatro años, y el intento de colonizar al Banco de México hace casi cuatro años. Y ahora cumple un mes y medio gobernando al Poder Judicial y a su Suprema Corte.
Han desaparecido ocho órganos autónomos: el Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), su sucesora la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación, la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH). Sus funciones han sido asumidas por diversas áreas de la administración central.
Es evidente el objetivo: centralizar el poder en manos de una élite recargada, con viejos priistas, perredistas y panistas, defensores de una convicción estatista y autoritaria que fue característica de los gobiernos del nacionalismo revolucionario de hace medio siglo. Parece el culmen de un proceso reciente.
Me explico: la ventana democrática que se abrió desde 1997 hasta 2012 comenzó a cerrarse con la reforma política de 2014. La presidencia priista de entonces acordó en el Pacto por México, cuyo compromiso 90 incluyó “crear una autoridad electoral de carácter nacional y una legislación única, que se encargue tanto de las elecciones federales, como de las estatales y municipales.” Ese postulado significó el principio del fin de la transición democrática. El centralismo electoral se emparejó con la reconcentración en otros ámbitos, como el educativo, el judicial, el económico, la seguridad y otros.
Estoy convencido de que el federalismo mexicano ha tenido una historia de altibajos. De tiempos recientes sólo recuerdo a la administración de Ernesto Zedillo como un intento genuino de recuperar el orden federal con su “nuevo federalismo”, que contrapuso al “auténtico federalismo” de la oposición. Fox mantuvo esa tendencia, más por desinterés e ignorancia que por compromiso; Calderón frenó el proceso, obligado por las tendencias centrífugas que impuso el crimen organizado y los cacicazgos políticos locales, y Peña Nieto de a tiro metió reversa, con su pacto antifederalista.
Pero los gobiernos de AMLO y Sheinbaum han profundizado el centralismo, y han desmantelado el sistema de pesos y contrapesos de la división de poderes. Hemos retornado al caudillismo de Calles, Obregón y Santa Anna. De nuevo somos un país monocromático donde las decisiones públicas importantes se toman no desde el palacio virreinal, sino desde un rancho de la selva chiapaneca. La oposición es apaleada o cooptada. Los críticos perseguidos. La asunción de un cogobierno con los criminales asesinos. Con el ejercicio de la mentira como mensaje mañanero cotidiano. Tiempos oscuros son estos.
Post scriptum: El 17 de enero de 2014 publiqué en Milenio León un artículo que intitulé “Cómo duele Michoacán” (https://t.ly/D2vg_). Las condiciones y los actores han cambiado, pero no así la constante: la violencia social. Manifiesto hoy que Michoacán me sigue doliendo en el alma…
