¿Libertad de expresión?

Luis Miguel Rionda Ramírez

México transita por momentos en extremo delicados en lo referente al respeto de la libertad de prensa y de expresión. Es escandaloso que el ejercicio de la información y la crítica se haya convertido en un oficio de alto riesgo, comparable al peligro que corren los informadores y los opinadores en países en guerra o bajo regímenes intolerantes. Reporteros Sin Fronteras informó en su último reporte mundial que “Con al menos siete periodistas asesinados en 2021, México se mantiene como el país más mortífero del mundo para la prensa y se sitúa en la posición 179 sobre 180 del indicador de seguridad para los periodistas.”

Una versión más actualizada es la que ofrece propuestacivica.org, que informa que en el año 2021 fueron asesinados diez periodistas en nuestro país. En lo que va del 2022 ya suman once. En los 42 meses transcurridos de este sexenio son 55 los decesos dolosos de informadores. Es una estadística de terror, que además exhibe un índice de impunidad superior al 95%.

El 7 de junio se estableció en México como el “Día de la libertad de prensa” desde que el gobierno de Miguel Alemán lo decretó así en 1951. En ese entonces la relación del poder político con la comunidad de informadores era mediada por los dueños de los medios, quienes ejercían un poder de autocensura que impedía la libre expresión de las ideas. La relación del gobierno con los “líderes de opinión” era corrupta por ambas partes: el informador buscaba el embute, el chayote, que era directo, en propia mano; los hombres del poder buscaban el elogio y la apología, y la crítica sólo era tolerada si se dirigía a los rivales. Era frecuente que los periodistas en la nómina oficial descalificaran al opositor de su patrón con adjetivos que hicieron época: “reaccionario”, “emisario del pasado”, “enemigo de la Revolución”, “oscurantista”, “pérfido intrigante” y un largo etcétera.

Esta relación corrupta fue bien ilustrada por Enrique Serna en su novela El vendedor de silencio, basada en la vida del periodista Carlos Denegri, el opinador más célebre de México durante los años cuarenta a sesenta. La información vale dinero, y mucho, por lo que puede difundirse o retenerse en función del mejor postor. Denegri ganó más dinero por callar que por narrar.

Tengo para mí que la primera apertura seria de la libertad de expresión en nuestro país se dio durante la administración de Ernesto Zedillo, quien permitió que por primera vez la figura presidencial fuera objeto de críticas directas, incluso ataques soeces o auténticas mentiras. Los moneros, por ejemplo, sabían que no podían caricaturizar a dos figuras: a la Virgen de Guadalupe y al presidente de la República. Eso cambió entonces, y al pobre Zedillo le llovió en su milpita. Lo mismo le sucedió a Fox.

Vemos ahora una involución en el ejercicio de esta libertad democrática. Los detentadores del poder político o del poder delincuencial han descubierto que matar a un periodista es barato y seguro. La impunidad es una auténtica armadura, que además es facilitada por procuradores de justicia ineptos, que sólo pueden documentar delitos mediante la confesión o la flagrancia. A lo más se llega a atrapar a los perpetradores materiales, nunca a los intelectuales.

La situación es más grave a nivel local y regional. Los gobernantes parroquianos pueden tener lazos con criminales que les financiaron sus campañas, o con los que llegan a entendimientos mutuamente convenientes.

Un periodista crítico puede correr mucho peligro en un entorno de caciques políticos o de capos criminales, como sucede en los municipios extraídos del control del Estado nacional. Eso sucede en entidades como el Edo. Mex., Guerrero, Michoacán, Sonora, Oaxaca, Veracruz y… Guanajuato. El 7 de junio se ha convertido en una conmemoración sin festejo. La libertad de prensa y de expresión están bajo asedio, y nada anuncia la salida del túnel.

Por Juan Ma J