El accidente histórico

Luis Miguel Rionda

México ha padecido momentos históricos en su difícil devenir que se han caracterizado por la confrontación verbal y el maniqueísmo de sus líderes. Pienso en el primero y el segundo imperio mexicanos, pero también en la República Restaurada (1867 a 1876, los gobiernos de Juárez y Lerdo de Tejada), la fugaz democracia maderista (1911-1913), y el cardenismo radical (1935-1939). Después de esos lapsos plagados de exabruptos y amenazas, los gobiernos posrevolucionarios encontraron un lenguaje cortesano y críptico que permitió soliviantar a los adversarios y aminorar los conflictos, hasta incluso anularlos.

Dentro del (des)concierto de voces destempladas de los antagonistas, tanto desde el oficialismo como desde la oposición testimonial, se podía acudir al recurso final del gran taumaturgo: el presidente de la república, quien se mantenía relativamente ajeno a los arrebatos de los actores en los pisos inferiores de la pirámide política. La prudencia era el sello de la presidencia que, si bien defendía el status quo y el “proyecto” de la élite del momento, también tendía su brazo paternal sobre las ovejas descarriadas, que siempre encontrarían lugar en el redil revolucionario.

Pero el momento actual es inédito y desconcertante. La pomposamente llamada “cuarta transformación” desea emular a los tres momentos precedentes de quiebre histórico: la independencia (cuando abandonamos el modelo colonial externo e inauguramos el colonialismo interno), la reforma (que significó la quiebra del modelo productivo colectivista de las comunidades y las corporaciones) y la revolución (que nunca terminó por definirse entre la opción campesinista o la de las clases medias).

Pero la 4T parece una parodia que busca imponerse sin debate posible. Se asume que los resultados de la elección presidencial de 2018 son la voluntad en blanco que la sociedad toda le otorga al líder carismático. Es cierto que el 53.2% de los electores que sí acudieron a las urnas dieron su voto al hoy presidente, pero sus diputados sólo colectaron el 43.4% de las preferencias. Casi un 10% menos.

No importa que esa elección no haya sido un plebiscito sobre el modelo de desarrollo que debe adoptar nuestro país. El gobierno federal de la 4T asumió el pretendido mandato (a la manera de Moisés y sus tablas) de acabar con todo lo anterior, con sus odiosas instituciones autónomas, e incluso contra uno de los poderes de la república: el judicial.

El proyecto nacional está bien definido en la constitución vigente, que ha evolucionado desde 1917 a la par de los nuevos tiempos y las visiones de las consecutivas élites que han conquistado el poder y la representación política. Incluso las opciones socializantes y de izquierda han tenido su oportunidad de colarse y aportar contenidos. Si la 4T desea impulsar un cambio de fondo en ese modelo, debe conquistar primero los amplios apoyos electorales que son requeridos para modificar la constitución, o incluso cambiarla.

Lo que no se vale es meter de contrabando esos cambios. Pero lo están haciendo. Es un momento de vergüenza nacional constatar el triste papel que están jugando los poderes ejecutivo y legislativo, a poco más de un año de la siguiente elección nacional, en sus prisas por no quedar condenados a la intrascendencia del accidente histórico.

Por Juan Ma J

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