(Primera parte).

José Eduardo Vidaurri Aréchiga

Cronista municipal de Guanajuato.

Dr. Eduardo Liceaga Torres.

Imagen de la fototeca del INAH

El doctor Eduardo Licéaga representa un caso ejemplar en la historia de la medicina en México, por sus importantes contribuciones al mejoramiento de la salud de los mexicanos y el fortalecimiento de las instituciones responsables de garantizar la salud de los ciudadanos.

Nuestro personaje nació el 13 de octubre de 1839 en la ciudad de Guanajuato, en el seno de una familia de médicos, su padre fue el apreciado doctor Francisco “Pancho” Licéaga, muy reconocido en la ciudad de Guanajuato y, su madre fue doña Trinidad Torres.

Fue esa una época compleja para la nación mexicana que se encontraba en un ambiente de confrontación y anarquía entre quienes impulsaban el proyecto centralista por un lado y, por el otro, los que apoyaban el federalismo.  Los enfrentamientos entre ambos grupos no cesaban.

Plaza Mayor de Guanajuato (fragmento). Carl Nebel. 1838.

En 1915, cuando el eminente médico tenía 76 años y estaba a punto de perder la vista, se entregó, a ratos, a escribir algunos de los lejanos recuerdos de su infancia y juventud.

Sobre su educación moral escribió: “…fue tan completa como pudieron hacerla mi padre y mis tías que me tomaron bajo su cuidado, pues tuve la desgracia de perder a mi madre cuando tenía ocho años…”

Escribió también en sus primeros recuerdos sobre la educación científica que recibió de niño, la calificó de deficiente y puso especial atención al desarrollo físico que se dejaba, a decir suyo, a unos cuantos juegos de la infancia y de la adolescencia, un poco de ejercicio a caballo y algunos ejercicios de gimnasia atlética.

La razón de considerar deficiente su formación fue que hizo, en sus recuerdos, un comparativo con el esmero que se ponía a principios del siglo XX al desarrollo de las facultades físicas, intelectuales, morales y estéticas de la juventud acomodada. Cómo ejemplo de esa diferencia explicó que, cuando era adolescente, le enseñaron las reglas de la gramática francesa y el modo de traducir del francés al español, pero nunca le hablaron francés. Faltaba la práctica argumentó.

Entre sus recuerdos encontró su primer viaje fuera de Guanajuato, este ocurrió en marzo de 1851, tendría acaso once años, cuando salieron de madrugada con rumbo a la ciudad de México, nueve personas viajaban en la diligencia, seis de su familia, una modista francesa con su hijo de 9 años y un señor español. La diligencia atravesó con los primeros brotes de luz las viejas haciendas de Guanajuato, luego llegaron al valle de Silao y observaron, por horas, el extenso Bajío.

Irapuato, Salamanca, Celaya y al anochecer llegaron a Querétaro para poner fin a la primera jornada del viaje. Luego de tomar los alimentos a las nueve de la noche todos debían descansar para continuar el viaje de nueva cuenta a las tres de la madrugada, luego de desayunar.

La segunda jornada concluyó a las 6 de la tarde en Arroyo Zarco y a repetir la dinámica de tomar los alimentos y dormir a las nueve de la noche para proseguir el viaje a las tres de la mañana del día siguiente.

A las 5 de la tarde llegaron a la parte más alta de la cuesta de Barrientos y empezaron a contemplar el magnífico escenario que entonces ofrecía el gran Valle de México, pero todavía faltaba viaje pues la diligencia llegó a la Ciudad de México unas horas después para dejar a los viajeros en el Hotel Iturbide para, de ahí, ser conducidos en coches de alquiler al número 5 de la calle Estampa de San Andrés donde vivía su abuelo, el prestigiado abogado José María de Licéaga.

Por supuesto que si usted, apreciable lector, pensó en el personaje que escribió las Anotaciones y rectificaciones a la Historia de México escrita por don Lucas Alamán, acertó, ese fue el abuelo de nuestro personaje, un testigo directo de los primeros acontecimientos del movimiento independentista y amigo personal de Miguel Hidalgo, de Ignacio Allende, de Aldama y de Abasolo.

La casa de su abuelo tenía un balcón que daba a la espalda del hospital de San Andrés, un edificio hecho casi en su totalidad de tezontle que al pequeño Eduardo le pareció sombrío, aunque otros espacios de la ciudad como el Zócalo le pareció grandioso, se sorprendió también de ver el tenaz esfuerzo de los aguadores que llenaban y cargaban su chochocol y dejo, además, muchas impresiones de ese viaje a la capital del país.

Pero el propósito del viaje fue otro, su padre, el doctor “Pancho”  Licéaga, que había estudiado medicina bajo la mentoría de su tío, el también reconocido médico Casimiro Licéaga que fue director de la Escuela de Medicina y director también del Colegio Militar, hizo el viaje hasta la ciudad de México para internar, al pequeño Eduardo y al joven Ignacio Anaya que viajó con ellos en la diligencia,  en el Colegio de San Gregorio que entonces gozaba de gran prestigio y así ocurrió, hasta que una travesura estudiantil le ocasionó tremenda caída que le fracturó la nariz y lo dejó en estado crítico por más de un mes. Su tutor el profesor Ladislao de la Pascua le recomendó al padre de Eduardo que mejor lo regresara a Guanajuato y cuidara de su salud.

Su tránsito de un año y medio por el Colegio de San Gregorio fue fructífero, pues a decir de sus profesores destacó en todas las materias y obtuvo las mejores calificaciones y premios, luego volvió como referí, al Colegio de Guanajuato.

Aquí en el Colegio de la Purísima Concepción, precedente de nuestra querida Universidad de Guanajuato, Eduardo Licéaga estudió de nueva cuenta el Latín y luego continuó estudiando como si fuese a formarse como ingeniero minero aprobando, exitosamente, el curso de matemáticas, luego como supernumerario aprobó con el primer premio la cátedra de geografía e historia, lo mismo ocurrió con lógica y con física, naturalmente el joven Eduardo Licéaga se estaba preparando para emprender los estudios de medicina que solo podían ser continuados , en esa época, en la Ciudad de México.

La situación de la familia no era tan cómoda entonces como para enviar al joven Eduardo a la Ciudad de México por lo que entonces prosiguió estudiando en el Colegio de Guanajuato los cursos de química como alumno supernumerario y otras materias, también en ese periodo se convirtió en ayudante de laboratorio.

Guanajuato. Daniel Thomas Egertón. 1840

De sus recuerdos sobre el Guanajuato de la década de los cincuenta del siglo XIX, Eduardo Licéaga escribió detalles curiosos y poco conocidos ahora, por ejemplo:

“…la escasez de agua era excesiva, pues llegaba apenas a siete litros por habitante y por día; el agua se recogía en una hoya u hondonada profunda situada al oriente y en lo más alto de la cañada; por corrupción de la antigua palabra se siguió llamando la Presa de la Olla…”

Uno más:

“…En los días de descanso y durante las vacaciones mis compañeros y yo vagábamos por los cerros contemplando el cielo en sus espléndidos celajes del crepúsculo vespertino, o en las mañanas recogiendo florecillas silvestres, descubriendo nuevos senderos para ascender a los cerros o recorriendo las cañadas, como la de “las piletas” y bañándonos en los remansos que hace el agua al descender por las cañadas; pero siempre cerca de la naturaleza corriendo y trepando los peñascos, como cabritos…”

En enero de 1859, luego de tres años de espera llegó por fin la oportunidad de viajar a la Ciudad de México para iniciar la carrera de medicina. En esa etapa su padre, “Pancho” Licéaga, era el gobernador interino del Estado de Guanajuato y pretextando que había una gran cantidad de gavilleros en los caminos de Guanajuato que lo podían secuestrar, lo exhortaba a quedarse por más tiempo en la ciudad.

Eduardo Licéaga partió de Guanajuato en compañía de su amigo, Juan Jaime, en una carretelita que era jalada por cuatro mulas que los condujo a Salamanca para que, ahí, abordarían la diligencia que iba a México. Viajar en esa época era muy complejo como ya hemos relatado y en esta ocasión no faltaron las complicaciones pues la diligencia fue secuestrada por el general conservador Miguel Miramón que se la llevó con rumbo a Guadalajara. Fue necesario esperar cuatro días en Salamanca para retomar el viaje a la ciudad de México.

Por fin se pudo presentar ante el director de la Escuela de Medicina el doctor Ignacio Durán que revisó los certificados de estudio. A pesar de las acreditaciones de los cursos preparatorios el doctor Durán le dijo que debería estudiar los cursos preparatorios de física y botánica y luego el de química y zoología, que eran los cursos que había hecho en el Colegio de Guanajuato.

Calle de San Andrés (Tacuba) y vista parcial del hospital.

La decisión fue asumir el reto y cursar de nueva cuenta las materias. Ahí estudió física con el profesor Ladislao de la Pascua su antiguo mentor en San Gregorio y estudió botánica con el célebre doctor Gabino Barreda, con ellos obtuvo siempre las mejores calificaciones y fue calificado con el primer lugar de las cátedras.

En los primeros días de febrero de 1861 su gran amigo Juan Jaime, con quien había hecho el viaje desde Guanajuato para estudiar medicina y que hacía las veces de guía y protector, se contagió de tifo en las prácticas del hospital de San Andrés. El joven Eduardo Licéaga y José Amezquita se ofrecieron a cuidar el enfermo, a proporcionarle los alimentos y medicinas,  asistirlo en el trance de la enfermedad que duró 11 días hasta que murió.

Poco después, en abril de 1861, el joven Eduardo Licéaga se encontró en las calles de la ciudad de México con un abogado de Guanajuato quien después del saludo le preguntó ¿Cuál de los parientes de usted en Guanajuato está enfermo de tifo? A lo que sin titubear y como un presagio le respondió ¡mi padre¡.

De forma desesperada buscó personas que le pudieran proporcionar información de la salud de su padre, el Conde de casa Enrile que le dijo que su padre estaba bien, pero luego doña Bernabela Arriaga de Rubio le confirmó la noticia.

Eduardo Licéaga solicitó permiso a su tutor para ausentarse y poder volver a Guanajuato para visitar a su padre. Tomó la diligencia de la madrugada del viernes 12 de abril y en Querétaro, el sábado, una persona le confirmó la noticia de la enfermedad de su padre. El domingo no había diligencia y su desesperación se incrementó, de pronto pensó en contratar una diligencia especial, pero ese servicio tenía un costo de $500 que le resultaba imposible pagar.

Cuando llegó a Querétaro, a las 11 de la noche, la diligencia que iba de Guanajuato a México, presuroso les preguntó a los pasajeros si sabían algo de la salud del doctor Licéaga de Guanajuato y uno de ellos le respondió con voz de compasión, -lo enterraron anoche-.

Preso de la desolación continuó el viaje de retorno a Guanajuato para encontrar en su casa una terrible escena de tristeza, su madre política y sus hermanos estaban profundamente afligidos. Luego llegó la duda de cómo podría continuar los estudios si el padre era el responsable de la manutención de toda la familia.

Pues esta historia continuará en una próxima entrega, mientras tanto les deseo un excelente fin de semana.

Por Juan Ma J