La muerte tiene permiso
Luis Miguel Rionda Ramírez
Terminó el mes de octubre con dos temas superlativos: el desastre que provocó el huracán Otis sobre la costa grande de Guerrero, desde Técpan de Galeana hasta Acapulco, y la aprobación del presupuesto de egresos de la federación para 2024. Ambos son temas que marcarán los once meses restantes de la administración del presidente de la república más polémico desde tiempos de Cárdenas —pero sin la prudencia e institucionalidad del Tata.
Acapulco hizo honor a su raíz etimológica náhuatl, acapolco, que significa ‘donde los juncos o carrizos destruidos’ (gdn.iib.unam.mx). Su nombre mismo advierte la frecuencia con que esa costa es arrasada por los meteoros del Océano Pacífico. La soberbia humana nos hace ignorar la fuerza de la naturaleza e insistimos en ubicar grandes asentamientos en las costas tropicales y en las zonas más sísmicas, donde regularmente azota la furia de ciclones y terremotos.
Acapulco fue la iniciativa turística más ambiciosa del país en los años cuarenta, cuando Miguel Alemán lo convirtió en su proyecto insignia para atraer a un turismo de alto nivel adquisitivo, sobre todo internacional. La bahía más hermosa del mundo se convirtió en destino privilegiado de destacados visitantes de la farándula mundial, muchos incluso la convirtieron en su residencia de descanso, como la famosa pareja hollywoodesca de Elizabeth Taylor y Richard Burton. Desde los años cincuenta hasta los setenta, el puerto fue el equivalente a la glamorosa Côte d’azur en Europa. Pero en los años ochenta comenzó una larga y penosa decadencia, cuando resintió la competencia de la Riviera maya y Cancún, que se transformaron en los nuevos paraísos de élite, al tiempo que el viejo Acapulco se ahogaba en las olas de la pobreza y la delincuencia.
Ambos destinos de playa han sido azotados a menudo por meteoros desastrosos. Acapulco recuerda el huracán Paulina en 1997 y la tormenta Manuel en 2013. Cancún ha padecido los huracanes Gilberto en 1988, Wilma y Emily en 2005, y Dean en 2007. Todos con un costo económico y social muy elevado. A pesar de esas experiencias, los gobiernos federal y estatales carecen de estrategias de prevención y remediación efectivas. Seguimos apostándole a la ruleta del destino, sin prepararnos para los peores escenarios.
Y esto tiene mucho qué ver con los presupuestos de la federación. El que recién se acaba de aprobar en la Cámara de Diputados mantiene los vicios de los anteriores cinco: se le apuesta a la trasferencia monetaria directa a los beneficiarios del bienestar, antes que invertir en infraestructura y servicios que redunden en la competitividad nacional. Esto afecta al sistema nacional de protección civil, hoy día prácticamente inexistente por la falta de recursos para fortalecer la prevención de desastres, como sería ampliar y mejorar los servicios meteorológicos, sismológicos y de otro tipo, y dejar de depender de las advertencias de las agencias norteamericanas de previsión de amenazas.
Olvidémoslo. Las prioridades presupuestales del 2024 serán el dispendio en las obras “insignia” del régimen, y el reparto de la riqueza nacional actual y futura (deuda) entre millones de clientes electorales empobrecidos, sin servicios públicos de salud, sin escuelas dignas y de tiempo completo, sin guarderías, sin seguridad pública efectiva y sin la dignidad de un empleo formal. El desarrollo humano deberá esperar de nuevo.
Es claro que los desastres seguirán azotando a una población desprevenida, con gobiernos tardos, lerdos e indolentes. Lo padecimos en la pandemia. Se reitera hoy: la muerte tiene permiso.