Intercampañas
El primero de marzo de este año arrancarán las campañas políticas de 20,367 candidatas y candidatos a ocupar cargos de gobierno y de representación en los ámbitos federal y locales. La lista nominal de electores suma hoy 97 millones 539 mil 56 ciudadanos. Esta cantidad ya no podrá cambiar, dado que el día 22 pasado cerró el registro; bueno, excepto para quienes presenten algún recurso ante el tribunal electoral federal, y que éste progrese.
Se ha vuelto un lugar común asegurar que cada cónclave presidencial es “la madre de todas las elecciones”, y es cierto. Cada proceso es más complejo que el que le antecedió seis años antes, necesariamente. Se suman más electores, y el calendario electoral se compacta. Esto como resultado de la reforma electoral de 2014, que obligó a las entidades a uniformar sus fechas comiciales y evitar su dispersión, con el consiguiente cansancio electoral de los ciudadanos.
Luego de la compleja elección presidencial de 2012, los partidos de oposición, en particular los de izquierda, obligaron a adoptar en la reforma de 2014 un bizarro calendario dividido en periodos de “precampaña”, “intercampaña” y “campaña” propiamente dicha. El objetivo era plausible: regular las ansias de los precandidatos tempraneros, como fue el caso de Vicente Fox, quien había iniciado su precampaña desde el dos de julio de 1998, dos años antes de la elección que lo hizo presidente; o de Enrique Peña Nieto, cuya candidatura fue construida años antes desde los medios de comunicación mediante el reality show de su matrimonio con La Gaviota.
Pero la realidad de la política ha impuesto sus prioridades. Los periodos sexenales presidenciales son largos, e inevitablemente conducen al desgaste del Tlatoani en el último tercio de su responsabilidad. La esperanza se renueva cada seis años, y los actores saben que los electores demandan figuras nuevas. Esto ha conducido inevitablemente a que las dos coaliciones partidistas actuales hayan violentado los tiempos electorales, y en la práctica cuentan con sus candidatas desde seis meses antes del inicio de las campañas formales.
Creo que el año próximo será inevitable una nueva reforma electoral que atienda las realidades de la política, y no las veleidades del “deber ser”. Por supuesto, yo no estaría de acuerdo con que se debilite a las autoridades electorales, pero que sí se reconozca que hay necesidad de aflojar algunos controles. Creo que hay que debatir con seriedad temas que se han convertido en tabú, como el financiamiento privado, los calendarios electorales, la pertinencia de algunas acciones afirmativas, el reconocimiento de los derechos políticos de los extranjeros asentados en México, la urgencia del voto electrónico, el voto por adelantado, la obligatoriedad efectiva del voto, las condiciones para la reelección y para la revocación de mandato, y muchas otras. Pero siempre pensando en el mejoramiento de los procedimientos y las condiciones de la competencia; no para regresar al modelo de control gubernamental de los procesos electorales.
Este periodo de intercampañas debería aprovecharse para que los contendientes afinaran sus discursos en torno a los grandes temas de interés nacional y regional, y no sobre las rencillas y ataques mutuos que banalizan el debate. Sería un buen propósito de año nuevo.