Ruido y ciudad
Luis Miguel Rionda Ramírez
La ciudad de Guanajuato, donde he habitado la mayoría de mi existencia, es una entidad urbana con condiciones muy especiales. Nacida de las bonanzas mineras de los siglos coloniales, pero en particular el opulento XVIII, con el tiempo y las revoluciones fue perdiendo población y medios de vida, para entrar en una pobreza que puso en riesgo su viabilidad, sobre todo durante la primera mitad del siglo XX.
Pero la ciudad sobrevivió gracias a tres recursos: ser el asiento de los poderes estatales, haber heredado y preservado un patrimonio monumental de gran hermosura, y albergar al principal proyecto de educación superior en el estado desde 1732: el antiguo colegio jesuita de la Santísima Trinidad, devenido en el colegio felipense de la Purísima Concepción en 1785, y finalmente en Colegio del Estado en 1870. Antecedente éste de la actual Universidad de Guanajuato, fundada en 1945.
El clima de pequeña provincia ilustrada con aspiraciones cosmopolitas ayudó a que en los años cuarenta se haya integrado un conjunto de intelectuales, artistas y académicos locales que impulsaron un proyecto inédito de producción y difusión de las artes y las ciencias. Ese grupo de hombres y mujeres, apoyados por la universidad y el gobierno estatal, inició un fenómeno prodigioso: el arte y la cultura constituidos en recursos para salvar a una ciudad alicaída, pero orgullosa de su pasado y de su peculiar arquitectura.
Guanajuato encontró la cuarta veta para sostener su futuro: el turismo, que comenzó a fluir desde los años cincuenta y que no ha hecho más que crecer. Tanto, que hoy se ha convertido en un problema; muy similar, por cierto, a las problemáticas que padecen ciudades con vocación turística como Venecia, Florencia, Roma, Atenas, París, Córdoba, El Cairo y muchas más.
Uno de los problemas que aquejan a estas urbes tan visitadas es el ruido. La bulla causada por las actividades lúdicas que se desarrollan alrededor de estos flujos de fuereños, ávidos de diversión y vivencias al límite. Los espacios públicos y privados se llenan de ruido hasta la exageración. Recordemos los recientes sucesos en las playas de Mazatlán, desbordadas de conjuntos de tambora, redova y vientos. El derecho a la tranquilidad de los habitantes, e incluso de muchos visitantes, se viola flagrantemente, sacrificado en favor del derecho a ganarse el sustento por parte de los perpetradores. Pero a qué costo.
Escribo estas líneas motivado por el incidente reciente suscitado en la Plaza de San Roque en Guanajuato capital: un grupo de rock programado por la dirección de cultura del municipio exasperó a un vecino notable de la plaza, hombre sabio y de edad, quien salió a exigir moderación en el volumen del concierto. Fue recibido con burlas e insultos por parte del conjunto musical y del público de mozuelos, que demandaban poder hacer su voluntad en un espacio público. El altercado terminó con el destacado arquitecto, defensor del patrimonio de la ciudad, derribado en el suelo y siendo objeto del escarnio público.
El municipio publicó algo que quiso remedar una disculpa al injuriado. Pero creo que debió reconocer su omisión al no hacer respetar el Bando de Policía y Buen Gobierno, vigente desde 2009, en sus artículos 3, 11, 12 y en particular el 32, numeral VII: “Ocasionar molestias con emisiones de ruido superiores a los 68 decibeles…” (t.ly/TZElA). La Organización Mundial de la Salud recomienda 55 decibeles para una convivencia razonable. 80 decibeles tiene el tráfico de una ciudad grande, y 90 es el ruido de una aspiradora. Los conciertos de rock montan hasta los 120 decibeles (t.ly/cQ7LV).
En el debate que he sostenido en redes electrónicas, sobre todo con jóvenes, me doy cuenta de que se tiene la concepción equivocada de que, en un espacio público, cualquiera puede hacer lo que le pegue en gana.
No es así: los espacios públicos son lugares de convivencia social armónica donde rigen los derechos compartidos. Dice el artículo 10 del bando citado: “Todas las personas a las que se refiere el artículo 6 [locales y fuereños, adultos y menores] tienen derecho a comportarse libremente en los espacios públicos del Municipio y a ser respetadas en su libertad. Este derecho se ejerce sobre la base del respeto a la libertad, la salud, la dignidad y los derechos reconocidos a los demás, así como del mantenimiento del espacio público en condiciones adecuadas para la propia convivencia.”
Es urgente que la autoridad aplique su norma y ponga orden en las calles y plazas de la ciudad, que hoy son invadidas por la estridencia de bocinas fuera de comercios de fármacos y ropa. De igual manera, los eventos “culturales” deben respetar el derecho de los vecinos a la moderación y al descanso. El turismo como actividad económica, que le permite el sostén a muchas familias locales, no puede ser el pretexto para la permisividad y el abuso.