Desacatos a la ley electoral
Luis Miguel Rionda
Falta poco menos de un año para la realización de las elecciones nacionales del 2 de junio de 2024. Se renovarán la presidencia de la república, el senado, la cámara de diputados, nueve gubernaturas, 31 congresos locales, 1 580 ayuntamientos, 16 alcaldías de la CDMX y 24 Juntas municipales. Alrededor de 18 500 cargos estarán en disputa. Habrá elecciones en 30 de las 32 entidades del país, y el padrón electoral estará integrado por más de 97 millones de electores. Por cierto, uno de los padrones más grandes del mundo.
El concurso por el poder en México es una de las aficiones más arraigadas en nuestro país. Hay un fuerte atractivo hacia los cargos públicos, que se explica con base en razones legítimas o ilegítimas. Entre las primeras puedo apuntar la búsqueda de capital social, el prestigio, que conlleva ser electo para un puesto de representación o de gobierno. Entre las segundas señalo el acceso al reservorio de la riqueza social, el erario, que facilita el enriquecimiento personal y el desvío de recursos hacia objetivos político electorales ilegítimos.
El gran problema del ejercicio de la política en México es que ha resultado muy difícil separar las motivaciones legítimas, las que confirman la vocación de servicio y la búsqueda del bien común, de las tentaciones que distorsionan esas bondades en favor del beneficio particular o de grupo. Hay mucho que hacer sobre la moralidad de la función pública.
Es por eso que los ciudadanos están llegando a un hastío de la política, que es evidente en la disminuida participación en los procesos electorales, y en la clientelización de grandes conjuntos de votantes, en particular los socialmente vulnerables: los dos quintos de los mexicanos que viven en pobreza laboral (con ingresos inferiores al costo de la canasta básica). No hay demócratas con el estómago vacío. El vulnerable piensa: “si mi voto vale algo, lo vendo o lo intercambio por una dádiva social”. Eso es el clientelismo, otra expresión de la corrupción política.
Por eso ofende que a un año del proceso electoral se estén desatando las ansias de los pre-pre-candidatos y sus pre-pre-campañas, con su creciente gasto pre-pre-electoral. En el espacio oficialista se le ha denominado “proceso de definición de la coordinación de defensa de la cuarta transformación”. El campo opositor ya se sumó a esta calamidad y una docena de pre-pre-candidatos buscan ser designados “responsable nacional para la construcción del Frente Amplio Opositor”. Y a nivel local ya se comenzaron a mover las y los pre-pre-candidatos al resto de los cargos en disputa.
Gracias a la reforma electoral de 2007-2008 se acotaron los periodos de campaña y precampaña electoral en todos los cargos de elección. Muchos aplaudimos esta disposición como una evidencia de racionalidad política. No se justificaba que el país se desgastara en campañas extra largas y extra costosas, que debilitaban precozmente a los gobernantes en función. También se impuso un sistema de fiscalización “en tiempo real” que ha permitido mantener los costos por debajo de los topes autorizados. A las precampañas y las campañas se les impuso un límite de sesenta y noventa días respectivamente, para el caso de presidente, senadores y diputados federales. Y sólo pueden dar comienzo hasta la tercera semana de noviembre del año previo al de la elección (artículos 226 y 251 de la LGIPE).
Estamos entrando a un escenario de ilegalidad electoral. Desgraciadamente, la Comisión de Quejas del INE no impuso medidas punitivas ni preventivas para evitar los actos anticipados de precampaña, y detener el abuso de poder y el despilfarro de recursos, evidentes en las movilizaciones a que convocan las y los pre-pre-candidatos. Se adujo que se trataba de “actos consumados de manera irreparable” (https://t.ly/AVL8). Si este es el criterio, las violaciones a la ley seguirán tan campantes entre tirios y troyanos.
Qué decepción. Ojalá el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación imponga sanciones y medidas preventivas para no sumergirnos en la anarquía legal, y evitar que las distracciones electoreras sigan desviando la atención sobre los graves problemas que nos aquejan en estos momentos.